Por Rodrigo Quiroz Castro

Escribo como hermano y editor. No puedo hacerlo de otra manera. Como hermano, caminaré siempre cojo sin sentir su risa ni ver sus inmensos ojos azules como cielo después de lluvia. Como editor, su escritura para mí y tras el naufragio que representó su muerte, me devuelve restos suyos para seguir el viaje.

A Danielo siempre le pedí que escribiera como hablaba. Es decir, como vivía. Con pasión, con furia, con curiosidad y fuerza para mitigar el dolor metafísico de la existencia primero y el de la enfermedad después. Al dolor lo calmaba con libros, música, mujeres, alcohol y viajes. Al dolor lo anulaba el último tiempo con eso que llaman amor.

Así nos convertimos en tripulantes de un barco fantasma. Así fue cuando nos conocimos el 93 y nos agarramos mala porque él era cuico y yo un flaite que inflaba un prontuario imaginario, prontuario que él supo leer y desenmascarar con fuerza y ternura a la vez para no separarnos más. Así también fue el 2005 cuando la doctora le dijo que le quedaban riñones para un año, luego de décadas de farra y peligro. Esos años en que salir con él “era un riesgo para la dentadura” y donde no perdonó ningún cuerito de pollo ni la posibilidad de hacer siempre la más rica mayonesa casera del mundo.

Su alocada carrera a lo Jim Morrison se detuvo cuando el corazón le dijo para y llegó a ser tercero en la listado nacional de trasplantes. Ahí dijo quiero seguir el viaje y sacó sus pezuñas para aferrarse a la vida en un cama de hospital donde era hueso y ojos. Y se salvó. No sé muy bien cómo, su corazón se infló y volvió a las calles.

“Último año” nació una vez que llegó a verme a un viejo y diminuto departamento del Forestal. Venía con la mano fracturada. “Me quebré la mano para no matarla”, me dijo sin derramar lágrimas pero llorando como un volcán. Nos quedamos mudos un rato y mientras ponía su mano en una olla de agua con hielo, decidimos que la columna se llamaría último año.

“Pero te tenis que morir po huevón”, le decía yo bromeando para hacerle honor al nombre de la columna y para subirle el ánimo a su corazón y a su mano destrozada. Él se reía y también quedaba como traspuesto pensando en la muerte, porque seguro ya la advertía.

Hermosa palabra traspuesto, que perdonen la digresión, también me la enseñó mi hermano, como la mayoría de los libros de Bukowski, hacer compilados cuando rompías o te rompían el corazón, un amor supremo por los perros y que los hinchas de la UC también podían ser valientes.

Así era Danielo, podía andar con la mano fracturada sin yeso…con una pierna pelada tras un porrazo en moto, con el corazón roto, con su cuerpo desintegrándose pero digno, noble, con el gatillo de una sonrisa listo a ser disparado. “Escribe como si agonizaras”, le pedía yo, y el a veces me hacía caso y otras no. Por ahí hablaba de Philip Glass a quien yo pongo ahora mientras redacto este prólogo repasando alguno de sus textos:
Este es “un tributo al que tendrá que desaparecer (…) En cualquier caso deberá morir al estilo clásico o de una manera literaria”. Augur mi hermano Ñañeño, como le decía imitando una voz de niño cuando se mandaba alguna cagada. Ñañeño, como le digo ahora cuando miro su foto y le sonrío diciendo te fuiste a morir a Paris CTM como los poetas.

“Un futuro que se acorta/ Tus objetos reunidos te esperan/ Mis colecciones son mis tesoros”
Todas palabras que hoy me parecen premoniciones o signos.
Hay en “Último año” también recuerdos de infancia como la vez que escondió los frenillos en el freezer y le dijo a su madre que se le habían perdido, o cuando describe a la misma en el trabajo hermoso de la jardinería familiar.

En otras columnas narra la soledad sideral del ser. Como una del Año Nuevo: “Es extraño estar solo en Año Nuevo, es doloroso, pero al dolor no hay que sacarle el cuerpo. Crecí gritándole al mundo que yo iba a ser un perro vagabundo, solitario y mordisqueado, lamido de sol y de lluvia, con el cuero curtido por el tiempo que me tocara. Ahora me miro y estoy hecho un viejo decrépito, un llorón de mierda que se compadece de sí mismo y que mira esta casa vieja, enferma de triste…”.

Danielo era despiadado con él mismo, aplicaba esa honestidad brutal que tienen los gladiadores, los marinos y los boxeadores. Danielo caminaba con dolor y capturaba la tragedia de la sociedad contemporánea, esa que en general desperdicia la vida en la condena de las ocho horas: “Seres humanos devastados, con rostro, olor e historia, seres humanos que pese a todo avanzan sudando soledad”.

“Siento que mi vida se transforma en una sala de espera para la cual no tengo número. Quizás de eso se trata la vida, quizás de eso se trata crecer, seguir avanzando, aunque sepas que caminas hacia un lugar que no te va a gustar”, escribe dibujando la enfermedad que lo iba desdibujando a él. Ternura y amor también aparecen en este librito póstumo: “la invité a que me siguiera por el corredor sin luz, nos ofrecimos la mano y enfrentamos la oscuridad sonriendo. Yo estoy vivo ahora y no mañana”.

Las últimas cosas que me dijo Danielo fueron: “No sea flojo, ESCRIBA” y “viajas conmigo en un bolsillo del alma”. El viajará conmigo en los bolsillos de mi ser hasta que nos volvamos a encontrar. Y hoy intento honrar su vida, su memoria y amistad haciéndole caso. Escribo.

Trataré de seguir haciéndolo hermanito, ahora tu duerme y deja que los lectores sigan el viaje contigo. Me gusta imaginarlo leyendo en voz alta, como que se ponía muy serio, era la única vez que parábamos nuestro peluseo eterno de 8° básico. La poesía y su lectura nos hacían parar el bulling. El Cochombito (así nos decíamos mutuamente) ponía una voz un poco más ronca, y leía rápido, como vivía.

También me gusta imaginarlo navegando sonriendo con la cabeza en alto rumbo a nuestra propia Itaca que podría ser Matanzas o Concón…Sus ojos se pierden en el horizonte, sonríe y en la cara tenemos viento y sal.

Agradezco tanto que no se haya muerto hace 7 años y no le haya hecho honor a la columna que le da nombre a este libro. Agradezco tanto que me haya enseñado a enfrentar la oscuridad sonriendo.