Una avalancha de sexo, infidelidades y noche surge al sacudir las sábanas de la memoria. Un grupo de ex mucamas abren los recuerdos y la puerta del lugar donde se cura el hambre del cuerpo.

Por Rodrigo Quiroz Castro

Apenas Marta abrió el portón un hombre la empujó y le puso una pistola en la cabeza. Dos tipos entraron y mientras le doblaban los brazos a Juana, la otra camarera, las condujeron a garabatos y empujones a la oficina del jefe.

Los ladrones tomaron el dinero y se marcharon. Las dos mucamas sintieron que las piernas les flaqueaban, pero no hubo tiempo para lamentos ni lloriqueos. El timbre de la pieza 15 sonó rompiendo el silencio.

«Alguien tenía que cambiar la sábana manchada de moco y pendejos».

Eros, la fauna de personajes de historias de motel.

¿Qué sucede cuando un grupo de ex mucamas de un motel del sector de Avenida Matta se reúne a recordar más de 15 años de servicio? La caja de Pandora de la noche turbia salta como una perra en celo a punto de ser tomada.

Agreguemos cuatro litros de vino tinto y la picardía de ocho mujeres maduras que aún no han perdido su esplendor, para recorrer los laberintos del Motel Arráncame la Vida. Un antiguo conventillo de piezas de adobe convertido en endeble nido de amor.

Hoy ríen al recordar la vida que dejaron entre las paredes del «Arráncame la Vida». Recuerdan los asaltos, algunos «penes inolvidables» o algún intento de suicidio pasional.

Pero las imágenes más frescas son las de los clientes. Esos seres calientes, nerviosos y por sobre todo infieles, que llegaban de a pie, o en auto, al albergue transitorio de cinco letras.

LOS OJOS DE LA NOCHE

‘La Rucia’ tenía 20 años cuando llegó a la Colmena -un viejo motel ubicado cerca de la calle Eleuterio Ramírez- para convertirse en camarera. Como era nueva y joven, las más antiguas la hicieron subir al segundo piso y la obligaron a mirar por la ventana.

La tomaron del pelo para que viera el espectáculo que ocurría delante del vidrio: una espalda de varón agitada y unas nalgas moviéndose vertiginosamente sobre unas piernas femeninas abiertas en forma de «V».

De eso hacen más de veinte años. Hoy la Rucia está retirada, al igual que Juana, Marta, Soledad, Isabel, Ester y Magali, quienes dicen en coro: «colgamos las sábanas».

«Ahora no hago ni la cama mía», dice Soledad, provocando risas generalizadas y añade. «Le tengo alergia porque no pasa nada en ella».

Las camareras hablan ahora de los clientes y se retuercen de la risa al recordar los apodos que escribían al lado de los nombres en el libro de registros.

«Al lado del nombre y del RUT poníamos entre paréntesis el apodo», explica Magali. «Los de Cartagena, los de Franklin, el Pico Rico y la más famosa de todos: ‘La Milica’, una muchacha que cada semana iba con un milico diferente. Era una joven de dieciocho años que buscaba alguien que le invitara un trago y un lugar donde dormir».

«¿Y al que veíamos por el hoyito, cómo le decíamos?, pregunta la ‘Rucia’. «El pico rico», dicen Isabel y Ester al mismo tiempo y muertas de la risa.

«Era tan lindo, tenía un pene grande y hermoso», dice la Juana, sin vergüenza y luego confiesa que las piezas quince y veintiséis tenían la mejor vista. «Cuando llegaba un minito rico lo mandábamos para allá», interrumpe la Rucia.

«Al lado del nombre y del RUT poníamos entre paréntesis el apodo», explica Magali. «Los de Cartagena, los de Franklin, el Pico Rico y la más famosa de todos: ‘La Milica’, una muchacha que cada semana iba con un milico diferente. Era una joven de dieciocho años que buscaba alguien que le invitara un trago y un lugar donde dormir».

«El ‘Barquito Japonés’ era un cabro re encachado que siempre se quedaba sólo y dormido» recuerda Marta. «Nosotras entrábamos a despertarlo y aprovechábamos de contemplarlo. ‘Qué cosa más linda’, decíamos acomodándole el pene fláccido para el otro lado. Todas le echábamos el ojo a los clientes peinetas y había una que se los comía, pero en estos momentos no está aquí».

MARCAS DE FUEGO

No todo fue risa en la vida de las camareras. Asaltos, sustos y sangre ocupan gran parte de su memoria.

«Una vez llegó una pareja que parecía normal» rememora Ester. «Se bebieron una botella de menta y después de un rato el gallo le sacó la cresta a la mina. Le hizo tira toda la ropa hasta los calzones. Tuvimos que prestarle un delantal viejo y un par de hawaianas. Pobrecita ella, quedó toda moreteada»-

«¿Recuerden la vez que el viejo casi se murió?», dice Marta con una sonrisa pícara y cómplice.

Tristan e Isolda, extenuados tras el sexo. Como la abuelita de esta historia de Motel. Storytelling made in camareras.

«Estábamos en el mesón cuando comenzó a sonar el timbre con urgencia», recuerda Magali. «Fuimos a ver qué pasaba y una mujer desesperada nos abrió la puerta. Sobre la cama un hombre en pelota tenía todo paralizado y la lengua afuera. El caballero no podía hablar ni moverse. Nosotras no podíamos vestirlo. La mujer estaba desesperada, caminaba por la habitación diciendo: ‘Dios mío, qué voy a hacer si se muere’ porque el hombre era el marido de una vecina. No podíamos llamar a la ambulancia porque iban a pedir direcciones e iban a pillar a la mujer. Al final lo echamos arriba de un taxi y se fueron. La mujer le contó a la vecina que se había encontrado al viejo en la micro y que ahí le dio el ataque. Zafó bien y luego de un año volvieron. Nosotros dijimos: ‘chucha, ahora se va a morir’, pero no pasó nada. Estuvieron como diez minutos y se fueron. El caballero quedó con la boquita chueca y un brazo paralizado. Del pirulin no sabemos nada…».

A Marta lo que más la marcó durante todos los años de servicio fueron los asaltos.

«Sonó el timbre y yo abrí la puerta. Un hombre me mostró una tifa de paco y entraron. Ahí piden el libro, sacan unos revólveres y gritan: «¡esto es un asalto!’ Me pusieron el arma en la sien y amenazaron con destaparme la cabeza. En esos años (los 90) se recaudaba entre 300 y 400 mil pesos por noche. Los asaltos eran viernes o sábado. Gracias a Dios nunca nadie salió lesionada», dice Marta suspirando. «Una se arriesgó mucho por un mísero sueldo. Trabajé más de dieciocho años y nunca gané más de 150 mil pesos líquido».

LA ABUELA

Una de las historias que más risas saca en las reuniones de estas ex mucamas es la de la abuelita. «Una vez llegó un muchacho de unos veinte años con un abuelita de pelo cano, bastón y chal. Menos de ochenta años no tenía la vieja», cuenta Marta.

«El cabro me dijo, ‘necesito una habitación para la abuelita que tiene tanto frío y no tiene donde dormir’. ‘¿Y quién se la va a pagar?’, pregunté. ‘Yo’, dijo el muchacho. Los hice pasar y les di una de las piezas que incluían cuarteo. Encorvada, la viejita se fue para la pieza con el cabro. Pasó el rato y él no salía de la pieza. La curiosidad me hizo poner una silla y ahí los pillo chanchitos. Entonces vuelvo a la recepción y le digo a mi jefe y a una compañera: ¡el cabro le está echando un pato a la abuela!

«El cabro me dijo, ‘necesito una habitación para la abuelita que tiene tanto frío y no tiene donde dormir’. ‘¿Y quién se la va a pagar?’, pregunté. ‘Yo’, dijo el muchacho. Los hice pasar y les di una de las piezas que incluían cuarteo.

«Nadie podía creer, así que todos fueron a ver. Mi jefe preocupado decía ‘capaz que este huevón mate a la vieja’. «Al final salieron. La abuela iba derechita con una tremenda sonrisa en la cara. Yo le pregunté al cabro y ‘¿usted no venía a dejar la abuelita no más?’. ‘No, no se quiso quedar, le dio miedo’, dijo el patudo’. ‘¿Y miedo a qué?’, le dije yo. ‘¿No le habrá visto el cuco a usted?'», termina Marta.

Hoy el negocio de los moteles está malo. Las ex mucamas creen que la crisis económica, la irrupción de los cafés con piernas y el sida conspiran contra el lleno de lugares como el Arráncame la Vida. Hoy, ocho peruanas ocupan el lugar de las «chiquillas» que se ocupan de los quehaceres del hogar o buscan otra forma de ganarse la vida. La ‘Rucia’ baila tango los domingos.

 

Fragmento de texto publicado originalmente en La Nación Domingo el 20 de julio de 2003.